Archivos para abril 30, 2017

Morelia 1997

Antes de darle el primer sorbo a su café, Sandra abrió desmesuradamente los ojos y soltó la pregunta como un poderoso «upper cut»:

– ¿Has estado en la cárcel?
– No, respondí de inmediato. Ahí me di cuenta de lo diferente que éramos.

De ojos grandes y expresivos, pestañas de ensueño, una cabellera que le caía como cascada hasta los hombros, caderas anchas y tez canela, Sandra era una bella moreliana, estudiante de Economía con la que compartía algunas clases en el ITAM.

Aunque su padre era un importante funcionario del gobierno de Michoacán, ella tenía una sensibilidad especial para los temas sociales. Colaboraba en algunas fundaciones, en las que trabajaba con niños en situación de calle y con menores infractores. Quizá por eso, mi cara de maleante, le recordó su trabajo en el tutelar.

A Sandra la conocí en la clase de Problemas de la Realidad Mexicana Contemporánea, en la que terminé como asistente – no formal- de la doctora García Ugarte, una socióloga hondureña que se apoyaba en mi formación como politólogo para discutir temas que a actuarios, matemáticos, administradores y contadores, poco les importaban.

– ¿Por qué sabes tanto?, me preguntó Sandra una mañana. No supe qué contestar, pero a partir de ese día, cambié mi lugar junta a la doctora García Ugarte por una asiento al lado de Sandra, que abría los ojos como platos cuando yo trataba de enriquecer la clase del día con datos y puntos de vista sobre temas como el movimiento del 68, las reformas electorales o el sistema de partidos en México. Sandra, dejó la carrera de Economía y se cambió a Ciencia Política.

– Le gustas a la gordita, me dijo Benito un día. ¡Ya chingaste, cabrón, ¿viste el reloj que trae? No mames, siempre trae bolsa de diseñador! ¡Debe tener un chingo de lana!

Yo, tan despistado para los accesorios femeninos, como para tantas otras cosas, no me había fijado en ello. Tampoco en los celos de la doctora García Ugarte ni en los de Nina, una compañera con la que compartía mis tardes de estudio aquellos años.

– No me gusta para ti, está muy tosca y es medio boba, me dijo Nina una tarde al terminar de hacer la tarea para la clase de Elección Pública, que nos daba Jeff Weldon.

A Sandra, yo le causaba ternura, me lo dijo más de una vez. Como aquel Año Nuevo que le marqué a su casa de Morelia cuando yo estaba de visita en la capital michoacana con Manolo, Karla y Vero. Por lo mismo, aceptó salir conmigo un par de veces más, aunque por entonces, ya estaba de novia con el que hoy es su esposo.

Aquel verano del 97, América arrasaba en la liga con la conducción de Jorge «Indio» Solari y jugadores como Luis García, Cuauhtémoc Blanco, Kalusha Bwalya y el argentino Leo Rodríguez. Yo aún no cumplía un año en la redacción del diario Reforma y, además, era candidato a diputado local suplente por Acción Nacional.

Las posiciones en la tabla general determinaron el cruce entre América y el Atlético Morelia, equipo que ya era propiedad de Televisión Azteca, pero al que aún no le cambiaban el uniforme ni le ponían el espantoso mote que lleva en la actualidad.

Entre mi trabajo como reportero novato en Reforma y la campaña electoral, no podía asistir regularmente a clases en el ITAM, por lo que sólo metí, sin saberlo, las dos últimas materias que cursé ahí: Política Mexicana Contemporánea, con Ignacio Marván (que sustituyó a Juan Molinar) y Economía II, con Pedro Aspe Armella, ex secretario de Hacienda. Obviamente, sólo acredité la primera.

Una mañana de mayo, a punto de comenzar la Liguilla, me encontré a Sandra en la biblioteca:

– ¡Qué tal mi Morelia!, me dijo emocionada. Sin dudarlo, le pregunté si quería ir al partido de vuelta de los cuartos de final.
– ¿De verdad?, respondió y quedó de pasar por mí al diario.

En menudo lío me había metido. No tenía manera de pedir permiso para faltar aquella tarde y además, el campañón del América, primer lugar de la tabla, había hecho que las entradas se agotaran. Compré los boletos en reventa la mañana de aquel sábado 17 de mayo. Me costaron una fortuna. Sandra me llamó a medio día. Quería saber si seguía en pie la invitación. Le dije que sí.

Todo mundo en la redacción estaba pendiente de la Liguilla por lo que, sin avisar, me salí del trabajo para encontrarme con ella.

Elegante, a pesar de los jeans y las botas desgastadas, Sandra estaba radiante. Su perfume inundaba de coquetería el auto cuando me subí.

– ¡Que emoción, amigo, qué emoción!, repetía una y otra vez mientras avanzábamos sobre Calzada de Tlalpan. Los autos avanzaban lentamente y una marea de banderas amarillas, del América, tapizaban la avenida. Del Morelia, ni una sola.

Cruzamos Taxqueña y afuera del Sumesa, alcancé a ver a un vendedor con banderas del Morelia. Le pedí a Sandra que se orillara y me baje del auto, casi en marcha, para comprar una.

Entre los nervios por mi escapada del trabajo y por el propio partido (los Ates habían ganado 1-0 la ida con un gol del «Mudo» Juárez), y la excitación por la compañía de Sandra, mi cabeza era una montaña rusa de emociones. Por eso, cuando un americanista me quiso arrancar la bandera de las manos, exploté.

De las mentadas de madre, pasamos a las amenazas y cuando me iba a bajar del auto, una locura pues me encontraba entre un océano de americanistas, Sandra me detuvo.

Su molestia fue evidente. También su decepción. No era que después de aquella tarde dejara al novio para comenzar una relación conmigo, pero sus temores reflotaron.

El Azteca fue una fiesta purépecha, a pesar del gol de Luis García a los 18′. A los 40′, Claudinho empató el marcador tras una asitencia del legendario «Fantasma» Figueroa y el global se puso 1-2 a favor de los michoacanos. Sandra y yo reímos tras el gol. En el complemento, Jafet Soto (68′) y otra vez el «Mudo» Juárez, redondearon el marcador que apartó de la lucha por el título al mejor equipo de la fase regular. Sandra y yo queríamos bajar a abrazar a Tomás Boy.

Las gradas del Coloso de Santa Úrsula eran un carnaval amarillo y colorado. En medio de los festejos, nos encontramos con otros michoacanos que estudiaban en el ITAM y yo terminé abrazado y festejando con gente a la que nunca volví a ver. El festejo continuó en el estacionamiento, que parecía la central camionera de Observatorio por la gran cantidad de autobuses que llegaron de Morelia.

Caminamos rumbo al auto y, cuando abandonábamos la zona, vi a unos brigadistas de Acción Nacional que pintaban una barda con mi nombre y el de la doctora Mercedes Velasco, mi compañera de fórmula en la candidatura por el distrito XXXV.

Morelia quedó fuera en semifinales ante Chivas, a la postre el campeón, tras un 1-1 global; Tomás Boy dejó a los Ates para dirigir al Monterrey, el «Indio» Solari no terminó el siguiente torneo con el América y Mercedes y yo quedamos en tercer lugar de la elección.

La bandera rojo y amarillo con el viejo escudo del equipo michoacano quedó guardada en un cajón hasta mi última mudanza y al Atlético Morelia le cambiaron el nombre en 1999, cuando yo viajaba cada mes a Santa Clara del Cobre a visitar a una doctora que hacía su servicio social en el centro de salud del pueblo.

A Sandra nunca la volví a ver.