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Viviana

 

Esta pequeña crónica fue un ejercicio para el taller que tomé en junio del año pasado en Arteluz, con el periodista colombiano Alberto Salcedo Ramos.

 

Los primeros «pecados», entre comillas,  que le confesé a un cura fueron el vidrio que rompí en el convento y aquel beso de Bibiana. El sacerdote me dijo que el vidrio lo tenían que pagar mis padres. Del beso no dijo nada.

Viviana, con «V», era un nombre importante por aquellos años: Lucía Méndez, la actriz de moda, había protagonizado una telenovela con ese nombre. Mi Bibiana, con doble «B», tenía 10 años, era un año menor que yo y compañera de mi hermano en la primaria. Tenía fama de «machorra» porque jugaba futbol con los niños.

¿Me gustaba? Nunca lo supe, pero apareció junto a mí en el catecismo, los jueves por la tarde. Héctor se llamaba nuestro catequista. Con los años me pregunté qué hacía que aquel muchacho, de no más de 20 años, nos fuera a hablar de la «palabra de Dios» todos los jueves por la tarde en el convento de la calle Poussin, en Mixcoac. Mi mamá insistió que fuéramos ahí a prepararnos para la primera comunión. Debió haberle costado una fortuna a mi padre, porque también iban los Cerro, los ricos de la familia, que ni nos daban bola cuando los encontrábamos en los jardines del convento.

Mis recuerdos de aquellos días son vagos, pero no olvido el olor del chocolate que preparaban las monjas por la tarde, la mirada bondadosa de la madre Mati, la directora, y aquel beso sabor a limón que me dio Bibiana en el baño.

Una tarde, de la nada, Bibiana me comenzó a tomar de la mano. Me gustó. Fue la primera vez que sentí que el corazón me latía más rápido y ese vació en el estómago que con el tiempo he aprendido a reconocer como el «enamoramiento». Bueno, a mí me pasa.

Entre pasajes bíblicos y el olor a chocolate, Bibiana se fue acercando a mí. Ojo, que yo la dejaba acercarse sólo ahí, porque en la escuela, cuando me buscaba, yo me hacía el duro y seguía jugando con mis amigos. ¿Infancia es destino? Varios años después recordé ese episodio, cuando comencé a salir con Laura. Pero esa es otra historia, porque de Laura puedo escribir un libro de cuentos, una novela, un guión para un culebrón y un expediente clínico.

La verdad, me harté rápido de Bibiana, aquellos jueves yo pensaba en salir del convento para llegar a mi casa a ver los Dukes de Hazzard. Pero mientras pensaba en las aventuras de los primos Duke, en las piernas de Daisy y los regaños del tío Jesse, Bibiana se acercó a mí y me plantó un beso sabor a limón. Paseábamos por el jardín del convento cuando se metió un caramelo en la boca, me metió al baño y me dio un beso. De lengua, por cierto.

Nunca más volvió a pasar porque a mí me daba pena verla en la escuela y porque nos peleamos después de mi cumpleaños. Mi primo Abraham le pegó a su hermano cuando jugábamos al futbol, yo tomé partido por el lado familiar y nunca más volvimos a estar juntos. Qué cosa, hoy con Abraham casi ni nos hablamos.

Años después volví al convento. La portera me dijo que la madre Mati había muerto. Nunca volví a entrar, pero dejaba mi auto en la puerta cuando Fabiola pasaba por mí para irnos al hotel en su Honda.

A Bibiana a no la volví a ver. Antes de terminar la primaria se fue con su familia a vivir a Querétaro. Años después, cuando ya había pasado otra Viviana, con «V», por mi vida, la busqué en Facebook. Horror. Obviamente no era la niña que yo recordaba. Era una mujer grande y gorda. En su foto de perfil vestía jeans y tenía los pies metidos en la mierda. Es veterinaria. Pero no de las que vacunan y peinan perros. Trabaja en el campo. No me dieron ganas de buscarla. Me quedo con aquel beso sabor a limón.