Archivos para diciembre, 2019

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Cada vez que juego futbol americano, volteo a las tribunas y veo a mi papá ahí. Cuando tenía 10 años le pedí que me llevara a entrenar con Lobos de Plateros. Ver jugar a mi primo Enrique con el jersey número 55 de los Guerreros Aztecas, un equipo de la UNAM, motivó mi petición.

Para mí, aquellos primeros meses fueron un suplicio. Aunque tenían mi edad, veía a los veteranos enormes y con dos o tres temporadas de experiencia, golpeaban durísimo. Sentí miedo y comencé a faltar a las prácticas, me iba de “pinta” con mis amigos mientras mis dos hermanos y el resto del equipo entrenaban.

El día que entregaron los uniformes para la temporada, mi nombre no estaba en la lista. No hubo jersey para mí. Mi papá reclamó y discutió con los “coaches” y el dueño del equipo. No me conocían. No recuerdo su regaño, pero sí su cara de decepción. Fue más doloroso que si me hubiera golpeado.

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Al año siguiente volví al campo de entrenamiento. Tenía miedo, pero el pavor de volverle a fallar a mi viejo era mucho más grande. Jugué esa temporada como suplente de Omar, mi hermano menor. Ganamos el campeonato con “carrera de Tennessee”, es decir, invictos y sin ningún punto en contra. Aún conservo el jersey, la chamarra, el diploma y el trofeo de aquel año mágico. Nunca fui una figura, simplemente cumplía mis asignaciones en la línea ofensiva y me divertía. Pero un día, cuando más podría haberle dado al football, lo dejé. Mis hermanos y yo le pedimos a mi papá descansar una temporada. Omar e Iván, que sí eran titulares, nunca volvieron a pisar un emparrillado. 

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En mi primer año como reportero de deportes, en Reforma, me tocó cubrir partidos de la Liga Mayor de México y encontré a ex compañeros, “coaches” y a gente que conocí en Lobos. Me arrepentí una y otra vez de haber dejado de jugar.

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Pero el football siempre estuvo ahí. Cuando mi hija era una recién nacida, una tarde fui a comprar pañales y pasé frente al “ejido de oro”, en Lomas Verdes. Detuve el auto y bajé a ver un entrenamiento infantil de Pieles Rojas, en un campo donde jugué alguna vez. No sé cuánto tiempo estuve ahí. Cuando la mamá de Camila me llamó por teléfono, me secaba las lágrimas con el dorso de la mano.

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En 2008, me invitaron a jugar el “Tazón del Barro”, un partido que disputan los reporteros de la fuente de futbol americano contra árbitros, veteranos o el equipo que se deje. Al comentarlo con mi papá, su respuesta fue seca y contundente: “¿A quién quieres impresionar?” Mi viejo murió en 2009 y nunca me volvió a ver jugar.

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En 2011, finalmente acepté la invitación para el tazón y después de 15 años me volví a equipar. Mi mamá y mi hija me acompañaron. Desde ese año, no he parado de jugar.

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Disfruto cada entrenamiento, cada golpe, cada raspón y hasta las lesiones. Salí dos veces campeón con Spartans; vestí los colores azul y oro de la Horda Dorada y grité un goya como jugador después de ganarle la Final a Frailes, en un partido donde no entré ni un minuto.

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Con Marshals he ido a jugar a León y a la Penitenciaría de Santa Martha Acatitla;  dos veces he sufrido la “humillación” de que nos paren el partido. Me he reído como nunca.

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En el emparrillado, soy otra vez aquel niño que hace casi 40 años llegó al campo de Lobos y me emociono cada ocasión que me entregan el jersey para una nueva temporada. Cuando me revuelco en el lodo o llego a casa escurriendo después de un entrenamiento bajo la lluvia, recuerdo el orgullo de ser jugador de futbol americano.

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Antes de cada partido, cuando volteo a las tribunas, ahí está él, orgulloso de mí. Quiero abrazarlo y decirle: “Viejo, nunca se me quitó el miedo”.

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